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MEDIAS TINTAS



















Parece mentira que hayan pasado 30 años del martirio de Enrique Angelelli. Cuando nací habían transcurrido apenas dos años del hecho. Yo me enteré mucho después, cuando tenía unos dieciocho años; algo que, a simple vista, parece lógico. Se supone que uno a esa edad puede dilucidar y entender ciertas cuestiones que de pequeño no.

Lo ilógico en mi historia personal, que de algún modo es reflejo de muchas otras historias, es que me crié en el ámbito de la Iglesia. Toda mi niñez la pasé en los Cursillos de Cristiandad, un movimiento que, también de grande, me di cuenta tenía una historia poco feliz.

Como corresponde y Dios manda, me bautizaron al día siguiente de nacer, en la parroquia-gruta Nuestra Señora de Fátima, en San Juan. Tomé mi primera comunión en la parroquia Nuestra Señora de Luján, de Avellaneda. Iba al oratorio de María Auxiliadora algún que otro sábado. También a las fiestas patronales de mis abuelos maternos, inmigrantes italianos que cuando dejaron su tierra natal trajeron consigo a su "Madonna", Nuestra Señora de Montserrat, a la que le levantaron su capilla a puro pulmón. Cada 15 de agosto no me perdía las fiestas patronales de mi ciudad, Avellaneda.

Soy, como se solía decir, un hombre de Iglesia. Pero cuando cumplí 18 años, me pregunté y cuestioné: ¿hombre de qué Iglesia?

En ese tiempo empezaron a llegar a mis manos libros, revistas y materiales que me instaron a cuestionar mi pertenencia a esa Iglesia de la que me sentía parte. Empecé a investigar y a moverme por diferentes ámbitos. En 1996, me movilicé por primera vez en defensa de los derechos humanos. Fue durante el 20º aniversario del siniestro golpe de Estado. Después vino mi primera marcha de la resistencia y mi participación, también por primera vez, en la celebración por los desaparecidos de la Santa Cruz.

En ese ambiente fue donde conocí del mártir prohibido: monseñor Enrique Angelelli, obispo asesinado por la dictadura militar el 4 de agosto de 1976 en Punta de los Llanos, La Rioja. Y no entendía, en esos primeros pasos militantes que daba, porque no sabía de él. Si yo venía de criarme en el seno de la Iglesia, ¿por qué nunca nadie me había hablado de este testigo de la fe que fue fiel hasta dar la vida como Jesús? ¿Por qué en catequesis nadie nunca nos habló de los sacerdotes, religiosas, laicos y laicas que habían dado su vida por el Evangelio?

Nadie nunca nos nombró a Alice, Leonie, Carlos, Gabriel, Wenceslao, Enrique y tantos otros y otras; como tampoco los nombraron cuando fueron asesinados o secuestrados. Todo en nombre de un prudente silencio, en muchos casos cómplice. Y así fueron brotando de la historia los nombres y las vidas de cientos que, desde mi misma fe, entregaron su vida por los demás, por la construcción del proyecto de Dios, por un mundo basado en la justicia, sin exclusiones ni opresiones de ningún tipo. Ahí entendí porque nos los habían ocultado y silenciado.

Hoy, a 30 años, la jerarquía de la Iglesia sigue hablando a medias tintas. No se atreve a decir la verdad, como no se atrevió antes. Todavía perdura esa prudencia que nos lleva a ser sepulcros blanqueados. ¿Tanto cuesta reconocer el martirio de un hermano obispo que se la jugó por la justicia hasta el final?

El cardenal Bergoglio, el pasado 4 de agosto, desde la Catedral de La Rioja, en una misa que se suponía era en memoria de Angelelli, pero que ni siquiera había una imagen suya (habría que preguntarle al párroco el porqué), afirmó con justa razón que "(…) la Iglesia de La Rioja fue perseguida y se fue haciendo sangre. Se llamó Wenceslao, Gabriel, Carlos, testigos de la fe que predicaban y que dieron su sangre para la Iglesia, para el pueblo de Dios por la predicación del Evangelio y finalmente se hace sangre en su pastor". Así fue.

Pero nunca mencionó la palabra prohibida: MÁRTIR. La jerarquía perdió una oportunidad histórica, no sólo para reconocer el martirio y reivindicar la figura conciliar del obispo, sino para pedir perdón y hacer un mea culpa por su actuación durante esa época tan oscura de nuestra historia y la de la Iglesia como institución.

Nada se escuchó sobre un pedido de perdón por dejar solo a un hermano en el Episcopado, frente a la amenaza latente de su vida, frente al asesinato de dos de sus sacerdotes y un laico. Tampoco nada se dijo sobre la indiferencia y hasta el reproche que recibieron quienes se atrevieron a reconocer su martirio, como monseñor Miguel Hesayne, a quien le iniciaron un proceso canónico. ¿Y las penurias que sufrió este obispo por decir la verdad? ¿Acaso el Episcopado le ha pedido perdón? La deuda sigue pendiente.

Tal vez sea bueno recordar que, al mismo tiempo que Carlos y Gabriel eran velados por el pueblo fiel y su pastor en Chamical, la cúpula eclesiástica se reunía en Buenos Aires con el dictador Videla por compromisos antes asumidos. Parece anecdótico, pero es un símbolo concreto del lado donde estaba parada la jerarquía en esa época.

Las medias tintas no nos llevan a la verdad. A 30 años es insostenible seguir predicando la teoría de los dos demonios y no reconocer el martirio de Enrique Angelelli y de tantos otros y otras hermanos en la fe. Si bien es verdad que la mayoría del Episcopado se ha renovado y no sigue siendo el mismo que durante la dictadura, la "prudencia" sigue siendo el modus operandi, salvando contadas excepciones. La misma "prudencia" que tuvieron cuando Baseotto nos remontó a las atrocidades que se cometieron arrojando vivas personas al mar desde los denominados vuelos de la muerte, bendecidos por los capellanes castrenses. ¿Cuánta prudencia más deberemos soportar?

La jerarquía desaprovechó la oportunidad. Pero el gobierno nacional y provincial no. La gente de a pie, esa que peregrina desde los rincones más inhóspitos de La Rioja, para llegar el primer domingo de agosto, al sitio exacto donde apareció con los brazos en cruz Enrique Angelelli, se vio sorprendida por la "eficaz memoria histórica" del gobierno provincial, después de 29 años y 11 meses de continua desmemoria. Y así lo plantearon frente al faraónico proyecto que se pretende construir en el paraje. "Fíjese si monseñor apoyaría que día y noche estén estas luces prendidas, cuando allá en el monte no tenemos luz".

Al pueblo fiel, que conoció tan de cerca a monseñor y que honró su recuerdo y presencia de generación en generación, no le hace falta el reconocimiento de la jerarquía o de los burocráticos trámites vaticanos, para ver en él a un pastor que mantuvo el compromiso hasta el final con ellos, que entregó su vida al servicio de los más desposeídos, que vivió junto a su pueblo y que derramó su sangre por el Evangelio, regando la tierra riojana para que de fruto.

Es ese mismo pueblo que al finalizar la misa en la catedral, cuando se ponía en marcha un tradicional canto –preconciliar- gritó desde el corazón: "¡viva el Pelado!" y empezó a cantar "¡Hay que seguir andando nomás!". Son esas religiosas, que tan bien lo conocieron de cerca y compartieron su ternura, las azules, josefinas, antonianas, las del Sagrado Corazón y del Divino Maestro quienes con lágrimas en los ojos gritaban: "¡Monseñor Angelelli, presente!" frente a la docena de obispos, que desorientados no sabían qué hacer. Mientras que algunos aplaudían al son de la canción ya popular, otros miraban con cierto asombro. Tal vez, esta irrupción de la memoria viva de Angelelli, memoria que nos cuestiona como cristianos y a ellos como pastores, los incomodaba. Y así se repitió también el 6 de agosto en Punta de los Llanos, cuando después de una homilía que no reconocía su martirio, antes que finalizara la misa se escuchó "¡Enrique Angelelli, presente!", "¡Carlos, Gabriel y Wenceslao, presentes!" y un "¡30.000 detenidos-desaparecidos, presentes!" interrumpió al nuevo obispo de La Rioja en su bendición final.

Pero fueron algunos obispos jóvenes, quienes se atrevieron y lo reconocieron: "venimos a reconocer el martirio de nuestro hermano obispo". Y hasta alguno fue un poco más allá al cuestionarse donde estaba 30 años atrás mientras esto sucedía. En aquellos años solo unos pocos, como Miguel Hesayne, Jorge Novak y Jaime De Nevares, se atrevieron a reconocer el martirio.

El pueblo fiel, ese que hace 30 años recuerda a su pastor y celebra su martirio, como signo de entrega y vida eterna más allá de las internas políticas o eclesiásticas, que sigue andando y exigiendo justicia, fue el que se reunió a las 3 de la tarde sobre la ruta 38, para dar gracias a Dios Padre-Madre nuestro por el ejemplo, el servicio y la VIDA de Enrique Angelelli, obispo y mártir nuestro.

Pablo Herrero Garisto
Cristian@s de Base

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